Una invitación a lo desconocido
Comparto a continuación una crónica de viaje sobre mi experiencia en el Parque Natural Regional Las Quinchas, donde, guiado por la agencia RoadTrip, me adentré en los secretos de la Quebrada La Cristalina, una joya escondida en los confines del sur del parque. “Quinchas”, en lengua indígena, significa colibrí—ese mensajero sagrado de lo invisible, que parece custodiar los portales hacia otros mundos.
El acceso a esta quebrada se encuentra a aproximadamente una hora y media del municipio de Puerto Boyacá, por una vía sin pavimentar que conecta con Otanche, un pueblo conocido por su histórica tradición esmeraldera. Desde el inicio del recorrido, queda claro que uno deja atrás el ruido del mundo cotidiano para entrar en una dimensión que solo se revela a quienes están dispuestos a transformarse.
Paso a paso hacia la selva
Comenzamos nuestra caminata el domingo 18 de mayo, a las 10:00 a.m., bajo la guía de Fabio, un sabio local. La ruta comenzó directamente por el cauce del río, caminando contra la corriente, piedra por piedra, como si cada paso fuera un gesto de reverencia hacia la madre selva.
A lo largo de casi 10 kilómetros, ascendimos hasta una altitud de 1.200 metros, cruzando la quebrada una y otra vez, empapándonos los pies, la piel y el alma.
Guardianes del bosque
La fauna de este lugar se oculta, al igual que los secretos del bosque. A veces se oyen los cantos de aves invisibles, pero hay una que, con suerte, puede dejarse ver: el Paujil colombiano, o Blue-billed Curassow. Esta majestuosa ave, de plumaje negro, cresta elegante y pico azul cielo, parece más una guardiana que una habitante. Su presencia evoca la sensación de estar ante el umbral de otras dimensiones, inaccesibles para la mirada apresurada del mundo moderno.
Los lugareños también hablan del oso andino, de la serpiente Bothrops Atrox (llamada localmente “X”) y de tarántulas que habitan en silencio entre las piedras y el sotobosque húmedo.
Almuerzo en silencio sagrado
Luego de atravesar un tramo de corriente particularmente fuerte, con ayuda de una cuerda anclada, llegamos a un punto donde la mula que transportaba nuestro almuerzo no podía continuar. Allí, en un claro del bosque, hicimos una pausa para comer.
El tradicional fiambre—una mezcla abundante de pollo, arroz, plátano y papa—venía envuelto en hojas de plátano y acompañado de una limonada refrescante. Comer en silencio, sentados sobre piedras y rodeados por la sinfonía de grillos, aves y el murmullo del agua, se sentía más como un ritual que como un descanso.
El ingreso al Cañón de los Guácharos
Con las energías renovadas, reanudamos el ascenso hacia el Cañón de los Guácharos. Este lugar sagrado, de unos 300 metros de longitud, se estrecha en algunos tramos hasta apenas un metro de ancho, con paredes que se elevan más de 20 metros. Atravesarlo era como ingresar al vientre vivo de la Tierra.
La corriente, poderosa y a veces infranqueable incluso nadando, nos empujaba hacia atrás—como si el propio cañón pusiera a prueba nuestras intenciones. La tenue luz, el eco ensordecedor del agua y la humedad que hacía brillar las paredes negras como obsidiana, creaban una atmósfera que desafiaba toda lógica. Éramos visitantes en otra dimensión.
Una prueba de espíritu y confianza
Avanzamos con cautela por las paredes de roca, buscando asideros con una mezcla de temor y respeto. Cualquier sombra o textura podía ser una tarántula, una serpiente—o el espíritu del cañón mismo. Finalmente, superamos la parte más desafiante y pasamos la cuerda hacia una zona menos profunda.
Pero el reto no había terminado: el rugido del agua, amplificado por el eco, y cada paso sobre las piedras sumergidas se convertían en un ejercicio de confianza ciega.
Donde vuelan las aves del crepúsculo
De pronto, sobre nosotros, comenzaron a volar los Guácharos—aves nocturnas de plumaje pardo y aspecto similar a un búho, habitantes del crepúsculo de cuevas y cañones. Volaban con una precisión mágica, deslizándose entre los acantilados donde anidan.
El aire estaba impregnado por un leve olor a azufre, como una memoria ancestral, y todo tomó el matiz de un sueño lúcido.
Entregarse al cañón
Al llegar al punto más profundo, con el agua casi hasta la cintura, decidimos rendirnos por completo. Flotando de espaldas, con los ojos fijos en la estrecha abertura por donde entraba la luz, el mundo conocido comenzó a disolverse.
Los pensamientos desaparecieron, el tiempo dejó de medirse, y la mente se sumergió en el presente eterno del agua y la piedra. Los Guácharos volaban sobre nosotros como guardianes de los secretos del bosque, mientras el cañón—paciente y eterno—nos devolvía lentamente al mundo.
Emerger transformados
Emprendimos el regreso descendiendo nuevamente por la Quebrada La Cristalina. Sabíamos que algo dentro de nosotros había cambiado.
Como dijo Heráclito: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, y de la misma manera, nadie regresa del Cañón de los Guácharos siendo el mismo de antes.
Por Humberto Goméz